Las ciudades medievales solían estar situadas en zonas
cercanas a las principales vías de comunicación, como las calzadas romanas.
Se situaban en territorios que podían abastecer a las
necesidades más importantes de sus habitantes como: tierras para un buen
cultivo, para sacar a pastar a los animales. También las tierras debían tener
abundante agua (ríos, acuíferos, fuentes, lagos o manantiales), bosques (para
la obtención de madera) canteras (para abastecerse de piedras para sus herramientas
y armas) y minas (para extraer sal y minerales).
Todas las ciudades medievales estaban rodeadas de murallas
en su totalidad. Estas se iban ampliando a medida que crecía la ciudad. El
interior de la ciudad estaba lleno de edificaciones muy diversas sin ningún
tipo de orden lógico en su colocación.
En el centro de la ciudad solía estar la plaza mayor,
alrededor de esta estaban los más importantes edificios que eran el
ayuntamiento, la lonja y la catedral.
Los nobles y a veces también los monarcas poseían lujosos
palacios en el centro urbano. La mayor parte del espacio la ocupaban las casas
con patios y huertos. También había hospitales, escuelas, edificios religiosos
(iglesias, monasterios y conventos) y hospederías. Las casas se agrupaban en
barrios en función de la procedencia, de la religión (judería y morería) y de
la actividad artesanal (gremios) de los habitantes.
Las calles eran estrechas, estaban muy sucias y la mayoría
no tenían aceras ni alcantarillado. La abundancia de ratas y de pulgas
disminuía la esperanza de vida por el contagio de enfermedades como el tifus,
el cólera o la peste.
Fuera de la parte fortificada de la ciudad, se fueron
formando arrabales, eran unos barrios
que agrupaban a gente humilde cuando ya no quedaba espacio dentro de las
murallas. También se creaban monasterios, que daban origen a pequeños núcleos
de población externos.
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C25 SAMUEL
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